En un estudio sobre las representaciones literarias de esta zona de la Ciudad Condal en las letras catalanas del primer tercio del siglo XX, Jordi Castellanos (2008) analizó diversos autores y obras que habían logrado convertir el “Distrito Quinto” en un espacio de denuncia contra la literatura burguesa. Éste sería el caso emblemático de Juli Vallmitjana (1873-1937), quien escribió obras dramáticas y narrativas desde la primera década de la pasada centuria en donde el barrio se convertía en un desafío contra la alta cultura noucentista. Puede sugerirse, por consiguiente, que, en primera instancia, la imagen literaria de este entramado urbano había empezado a desarrollarse a principios del siglo XX como topografía de una alteridad social, pero que, a partir de 1925, esta alteridad -que en el caso de Vallmitjana participaba de unos principios ideológicos muy próximos al anarquismo- se vio desplazada y empezó a sufrir un cambio de enorme envergadura.
La introducción de la denominación periodística “Barrio Chino”, si bien por razones obvias no pudo sustituir la administrativa “Distrito Quinto”, representó el triunfo de una alteridad interesada, nacida al calor de la prensa sensacionalista, cuyo exotismo orientalizante y canalla inventó las puertas que facilitaron la apertura de un nuevo paisaje -metafórico y simbólico a un tiempo- que fue describiéndose y recreándose de muy diversas maneras y con objetivos antagónicos. Un paisaje que se sobrepuso a la realidad humana. Aquel “Barrio Chino” era una zona tan céntrica como obrera, tan transitada como humilde, en cuyas oscuras calles de habitaciones arracimadas vivían trabajadores autóctonos e inmigrantes junto a quienes representaban lo que por entonces se denominó “bajos fondos”, esas “gentes de mal vivir” que, como las artistas trans de los garitos ubicados por la zona, intentaban ganarse la vida.
Una nueva generación de escritores catalanes descubrió y describió las múltiples potencialidades de estas calles y locales. Así, Josep Maria de Sagarra (1894-1961), por citar uno de los autores más canónicos, en Vida privada (1932), novela ambientada entre 1927 y 1931 -durante la dictadura del general Primo de Rivera y el inicio de la República, por tanto-, se explaya en la siguiente escena, que ofrece un singular contrapunto de las vidas trans barcelonesas:
Enfilaren altre cop el carrer Perecamps, que estava desert, i de la taverna que en diuen Cal Sagristà va sortir un homenot que començà a seguir-los. Aquell homenot era horrible; deuria tenir uns quaranta anys, anava emmascarat de vermell i portava els cabells impregnats d’oli de coco; se’ls plantà al davant i bellugant les anques de la manera més trista, començà dient, amb una veu de mascaró que vol imitar la d’una dona i fent aquell ploriqueig assossegat i llepissós dels invertits professionals: “¿No tenéis un cigarrillo para la Lolita?” A les dones els causà una impressió estranya, d’un absurd que no haurien pogut definir; en canvi, els homes, més que sensació d’angúnia i de fàstic, van sentir un pànic veritable. Aquell homenot inofensiu els feia por, una por que els privava de donar-li una empenta, de contestar-li res. L’homenot insistia demanant “un cigarrillo para la Lolita”; ells intentaren apartar-se i apretar el pas. L’homenot els seguia ploriquejant, i fent uns “ais” inaguantables a l’orella dels quatre homes que fugien; uns “ais” com si volguessin imitar l’orgasme femení. |
“Tomaron otra vez la calle Perecamps, desierta, y de la taberna llamada Cal Sagristà salió un hombretón que empezó a seguirles. Aquel hombretón era horrible; debía tener unos cuarenta años, iba pintarrajeado de rojo y tenía los cabellos impregnados de aceite de coco; se plantó ante ellos y, moviendo las nalgas de un modo muy triste, empezó a decir, con una voz de máscara que quiere imitar la de una mujer y con el lloriqueo sosegado y viscoso de los invertidos profesionales: "¿No tenéis un cigarrillo para la Lolita?" A las mujeres les causó una impresión extraña, de un absurdo que no habrían podido definir; en cambio, los hombres, más que sensación de angustia o de asco, sintieron un auténtico pánico. Aquel hombretón inofensivo les daba miedo, un miedo que les impedía darle un empujón o contestarle algo. El hombre insistía en pedir "un cigarrillo para la Lolita"; intentaron apartarse y apresurar el paso. El hombretón les seguía lloriqueando y lanzando "ayes" que herían los oídos de los cuatro hombres que huían; unos "ayes" que querían imitar a los del orgasmo femenino. |
Los protagonistas de Vida privada, pertenecientes a la burguesía y la aristocracia catalanas más privilegiada, han efectuado un peculiar recorrido turístico por los locales más tenebrosos de aquel “Barrio Chino” que la prensa había emplazado en el centro del debate mediático y que, a la postre, acabaron beneficiándoles mediante una atractiva aureola de malditismo. Resulta muy pertinente destacar la descripción de “Lolita” como metáfora de todo el episodio, en la medida en que debemos considerarla caracterizada con idéntica verosimilitud histórica que la del resto de personajes de esta novela tan realista. “Lolita” sale de uno de los locales más conocidos -y de reputación más dudosa por sexualizada-, aparece descrita a través de aquellos detalles (voz, gesto, maquillaje,...) que mejor pueden definir a un “invertit professional”. No debe escapársenos el adjetivo, que sin duda remite a un oficio muy concreto, el cual, por la humildad implícita, podemos imaginar en la escala artística más baja de los “imitadores de estrellas”, e incluso rayana en la prostitución. Pero tampoco conviene desdeñar el sustantivo (vinculado al lenguaje científico de la sexualidad, plenamente difundido en la década de los 20), que cifra el “absurd” de las damas y el “pánico homosexual” descrito magníficamente entre los caballeros del grupo, quienes se muestran incapaces de controlar el sentimiento de rechazo ante la proximidad de una figura emblemática de la alteridad erótica, la sensación de peligro ante el contagio...
Por último, adviértase que Sagarra ha logrado alcanzar este clímax mediante un cambio en el punto de vista, pues inicia la escena con una voz narrativa que muy bien podría identificarse con la de los personajes (“homenot horrible”, un diminutivo de enorme potencial, por otra parte) para acabar distanciándose (pues, al fin y al cabo, se trata de un “homenot inofensiu”). ¿Qué efectos produce “Lolita”? La vergüenza de quienes se consideran moralmente superiores, pero también la impotencia de clase y un “nus a la gola”: la imposibilidad de verbalización de los “crímenes nefandos”, cuyos nombres no deben pronunciarse -la “sodomía” en el antiguo lenguaje religioso, la “inversión sexual” en el vocabulario médico moderno-.
La verosimilitud narrativa de Josep Maria de Sagarra en Vida privada refleja a la perfección la realidad histórica que pudieron vivir algunas personas trans en la Barcelona de los años 20 y 30. Al fin y al cabo, según constatase Villar (1996: 205), la “moda de los transformistas o imitadores de estrellas alcanzó su apogeo durante los años de la República. Todos los cabarets del Barrio Chino presentaban en su programa la actuación de un transformista. En el Wu-Li-Ghang, en La Criolla o en el Gran Kursaal, alternaban números con las artistas, y en muchos casos eran la principal atracción del local”. Sin embargo, no conviene olvidar que este punto de vista narrativo de Sagarra corresponde al de alguien que conoce pero que no se identifica con “Lolita”, por razones obvias. Se trata de una cuestión tan básica como ineludible, ya que disponemos de muy escasos testimonios directos de barceloneses trans, sean o no literarios, como tendrá ocasión de constatarse. Por tan poderosa razón, aunque no sólo, resulta más que pertinente recuperar uno de los pocos fragmentos de la vida trans barcelonesa durante este período que no se ubican en el emplazamiento de superioridad moral que refleja Vida privada, sino que se narra desde una perspectiva antitética, de aparente horizontalidad. Me refiero al retrato que pintó Jean Genet de su estancia en Barcelona, hacia 1934 (pero escrito en la década de los 40 y publicado en 1949), en su obra autobiográfica titulada Journal du voleur.
Y es que este Diario del ladrón ofrece un puñado de excelentes anécdotas sobre la vida cotidiana de aquellas calles en la Barcelona republicana. También algunas estupendas escenas protagonizadas por Genet (como cuando intenta prostituirse travestido en una sala de fiestas tan famosa como precisamente La Criolla) o por él contempladas a lo largo y ancho del “Barrio Chino”. Por tan poderosa razón, no resulta sorprendente que de esta pieza de Genet pueda llegar a afirmarse que “constitueix un veritable manifest a favor de la marginalitat i de la delinqüència, obertament homosexual, en el qual Barcelona i el seu Barri Xino resten situats en el primer nivell de la jerarquia mundial. És una obra que dóna veu directament als que mai no han escrit ni parlat sobre el seu barri, un conjunt multiètnic i heterogeni, del qual ningú no podrà saber si estarien d’acord o no amb l’autor” (Carreras, 2003: 145-146).
Uno de los episodios más pertinentes para este módulo sería el rememorado por Jean Genet en Diario del ladrón, a propósito de un singular cortejo fúnebre de travestis:
Celles, que l’une d’entre elles appelle les Carolines, sur l’emplacement d’une vespasienne détruite se rendirent processionnellement. Les révoltés, lors des émeutes de 1933, arrachèrent l’une des tasses les plus sales, mais des plus chères. Elle était près du port et de la caserne, et c’est l’urine chaude de milliers de soldats qui en avait corrodé la tôle. Quand sa mort définitive fut constatée, en châles, en mantilles, en robes de soie, en vestons cintrés, les carolines – non toutes mais choisies en délégation solennelle – vinrent sur son emplacement déposer une gerbe de roses rouges nouée d’un voile de crêpe. Le cortège partit du Parallelo, traversa la calle Sao Paulo, descendit les Ramblas de Los Florès jusqu’à la statue de Colomb. Les tapettes étaient peut-être une trentaine, à huit heures du matin, au soleil levant. Je les vis passer. Je les accompagnai de loin. Je savais que ma place était au milieu d’elles, non à cause que j’ètais l’une d’elles, mais leurs voix aigres, leurs cris, leurs gestes outrés, n’avaient, me semblait-il, d’autre but que vouloir percer la couche de mépris du monde. Les Carolines étaient grandes. Elles étaient les Filles de la Honte. |
“Las que una de ellas llama las Carolinas fueron en procesión al solar de un meadero destruido. Los rebeldes, cuando las revueltas de 1933, arrancaron uno de los mingitorios más sucios, pero de los más queridos. Estaba junto al puerto y el cuartel y era la orina caliente de millares de soldados la que había corroído la chapa. Cuando se comprobó su muerte definitiva, con chales, con mantillas, con vestidos de seda, con chaquetas entalladas, las Carolinas -no todas, sino una delegación solemnemente elegida- vinieron al solar a depositar un ramo de rosas rojas, anudado con un velo de crespón. El cortejo partió del Paralelo, atravesó la calle de San Pablo, y fue, Rambla de las Flores abajo, hasta la estatua de Colón. Habría unas treinta mariconas a las ocho de la mañana, a la salida del sol. Las vi pasar. Las acompañé de lejos. Sabía que mi lugar estaba entre ellas, no porque fuera una más, sino porque sus voces avinagradas, sus gritos, sus gestos indignados no tenían, a lo que me parecía, otra finalidad que la de querer traspasar la capa de desprecio del mundo. Las Carolinas eran grandes. Eran las Hijas de la Vergüenza. Una vez en el puerto, torcieron a la derecha, hacia el cuartel, y depositaron en la chapa roñosa y maloliente del meadero derribado, sobre el montón de muerta chatarra, las flores” (Genet, 1988: 67, trad. de Mª Teresa Gallego e Isabel Reverte). |
Frente a la dignidad solemne del luto de las “Carolinas” de Genet, el horror bienpensante de los personajes de la novela de Sagarra ante los “invertits professionals”. Frente a la mirada sexual del yo narrativo autobiográfico francés del Diario del ladrón, el distanciamiento burgués que contempla la decadencia de la aristocracia catalana en Vida privada. Frente a la fascinación y el comunitarismo del uno, la abyección de un abismo tan atractivo como repulsivo. Un abismo que, no debe olvidarse, estaba reflejando las diferencias sociales y económicas que cobijaba la floreciente ciudad. Un abismo que, en el caso de Sagarra también refleja una alteridad lingüística antitética, pues Genet escribe en francés, pero Sagarra hace hablar en español a “Lolita”.
¿Quién es “Lolita”? Quizá sea una de las “Carolinas” de Genet, que acuden en triste y acicalada procesión a un urinario público derribado, espacio de solaz sexual por antonomasia que forma parte de su vida sentimental. Tal vez sea uno de aquellos “hombres afeminados con la cara pintada y las manos pulidas como si fuesen damiselas” que frecuentaban La Criolla, según los describe el periodista francés Gui Befesse en su crónica de 1933 titulada Las profesionales del amor (en Permanyer, 2007: 412).
El “Barrio Chino” fue forjando una topografía a la manera de una encrucijada cultural para propios y extraños, nacionales y extranjeros, que casaba bien con el diseño de un laberinto sexual que fue rito de paso para tantos, sobre todo varones (heterosexuales y homosexuales). No cabe duda de que sus callejuelas facilitaron la existencia de otras alteridades, entre las que no conviene olvidar la de las personas trans, catalanas, españolas y extranjeras, en las décadas de los años 10, 20 y 30 del siglo XX, como ilustran no pocos archivos fotográficos. Resulta fascinante constatar cómo un espacio urbano tan reducido propició esta multiplicación de alteridades y esta burbuja de libertad erótica.
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